jueves, 2 de enero de 2020

¡Aquí están los Montesinos! La narrativa de Feliciano Padilla ante la historia y el Bicentenario




Estimados lectores, comparto una nota sobre la reciente reedición de "¡Aquí están los Montesinos", gran novela de Feliciano Padilla Chalco. La nota se publicó el pasado 22 de diciembre en el diario Los Andes, en la sección "Dominical, entre las páginas VIII y X. Como siempre, aprovecho la oportunidad para discutir sobre publicado.

Nota: Adjunto enlaces de la edición virtual del diario y, enseguida, el texto completo, pues en la versión electrónica se han omitido los párrafos iniciales.





¡Aquí están los Montesinos!
La narrativa de Feliciano Padilla ante la historia y el Bicentenario

Jorge Terán Morveli

Universidad Nacional Mayor de San Marcos


(foto tomada de la web de Los Andes)


Hace unas semanas se ha anunciado, en el sello Lluvia Editores, una nueva edición de ¡Aquí están los Montesinos! (la primera es de 2006), novela de Feliciano Padilla Chalco, escritor peruano de origen puneño-apurimeño. Novela que es, desde nuestra opinión, el epítome de la narrativa larga de nuestro apreciado autor. Y que se reedita en un momento clave de un proceso narrativo que, cuando menos, a partir de comienzos de este siglo viene consolidándose en nuestra literatura, en el marco de la problematización de nuestra historia.

En otro decir, estamos ante una novela que hay que ponderar al interior de las narrativas que han ficcionalizado el discurso histórico, a las que podemos considerar, en principio, como novelas históricas; que, más exactamente, han focalizado sus tramas desde perspectivas que representan la voz de  aquellos que no han accedido a la palabra; desde la voz de aquellos que han sido obviados en las versiones oficiales acerca de los diversos desencuentros en nuestra sociedad. Es cierto que la literatura no reemplaza a la variable histórica, pero, desde la ficción, permite reparar, en tanto parte del trabajo con el lenguaje, en el carácter simbólico de las “verdades”, y en tanto mundos que representan las contradicciones de aquello que se ha dado en llamar la escritura de la historia, la historiografía, han evidenciado que en nuestro país esta resulta la versión de los vencedores, y los vencedores, más allá de sus proyectos solidarios, han sostenido casi siempre –con alguna inusitada excepción- imágenes de una nación excluyente.

Son estas versiones de nuestra acontecer las que, en nuestra narrativa, han sido visitadas, desde la ficción y con una fuerte voluntad crítica, con otras armas narrativas y otros alcances éticos, por buena parte de nuestros autores desde finales del siglo pasado y en lo que va del presente siglo y que, no azarosamente, coinciden con el próximo Bicentenario, que es una versión también de una “independencia” contradictoria y excluyente. La narrativa histórica reciente se entiende, en esa medida, además de discutir los movimientos independistas criollos y su posterior proceso de consolidación y legitimación –igualmente, siempre inconcluso, con el síntoma emergiendo a cada instante- durante la República, a partir, también, de la otra línea, la de los movimientos indígenas –quechuas y aimaras, además de los amazónicos-, surgida al calor de las agendas reivindicativas de las élites indígenas del siglo XVIII y los posteriores proyectos alternativos sostenidos y defendidos a lo largo de la República por los herederos de aquellos; desde versiones que, desde la literatura, en su mayoría, han resaltado la capacidad agencial de dichos sectores y la racionalidad andina –dialógica y dinámica-, en confrontación y/o negocación con la occidental.

Pensamos, verbigracia, en buena parte de la narrativa de José Luis Ayala, de su ciclo en torno a las rebeliones aymaras de comienzos del siglo pasado, cuya novela –cronivela la denomina el propio autor- Wancho Lima (1989) es ya un clásico de la narración en el Perú. También, el que es quizá el libro más ambicioso y orgánico de la década de los noventa: Señores destos reynos (1994) de Luis Nieto Degregori, aunque desde una propuesta que excede el lapso señalado y se proyecta desde los inicios del desencuentro entre Occidente y los Andes hasta las contradicciones de los frustrados proyectos de nación desde las élites andinas ya sean criollas, indigenistas o socialistas a lo  largo de la Republica. Consideramos también novelas como Crónicas del silencio (2005) de Nilo Tomaylla, al igual que El tiempo que muere en nuestros brazos (Cartas a Silvia) (2004) de Mario Suárez Símich. Así como el ciclo narrativo en torno a la rebelión de Túpac Amaru, iniciada en el Perú en el 2006 con Túpaq Amaru: Los días del tiempo profético (2006) de Ángel Avendaño y cuyo más reciente texto es la monumental Los Túpac Amaru: 1572- 1827 (2018) de Omar Aramayo. Además, claro está de otro conjunto de textos.

Al interior de esta narrativa, como hemos señalado, podemos examinar ¡Aquí están los Montesinos! (2006) de Feliciano Padilla. Antes de entrar en detalle, valgan algunas palabras en torno a las múltiples búsquedas literarias de nuestro escritor.


Dos mundos que son uno y todos a la vez


Feliciano Padilla ha señalado, más de una vez, que nació accidentalmente en Lima, vivió su infancia, sus primeros años en Apurímac, y que su corazón le pertenece a Puno, a donde llegó con algo más de 24 años a cuestas tras haber estudiado Educación en Lengua y Literatura en la UNSAAC.

Para quienes se precian de conocer los derroteros y avatares de nuestra literatura peruana, repararán en que la mayoría de relatos de Padilla transcurren en Puno (La estepa calcinada [1984], Pescador de Luceros [2003], La bahía [2010], Ezequiel: el profeta que incendió la pradera [2014], entre otros), con algunas excepciones como Calicanto (1999) y ¡Aquí están los Montesinos! (2006) que transcurren en Apurímac, y esa joyita literaria que constituye Diez cuentos de un verano inolvidable (2013) en Lima. Y, por supuesto, Cuentos de otoño (2018) que es un poco la sumatoria de estos devenires. ¿Por qué? Consideramos que Padilla Chalco es un autor que posee una narrativa que, en unas de sus líneas,  problematiza, en general, las identidades del sur andino y los proyectos de nación formulados desde dicho espacios a partir de sus diversos actores socio-culturales. De allí que podamos considerarla al interior de la mejor literatura puneña y apurimeña, y, claro está, de la literatura nacional –leerlo en función a las literaturas regionales y/o de la literatura andina no es impedimento para examinarlo al interior de la variable nación, pues ambos campos son más bien complementarios y no se descartan-. De esta manera, llamarlo, como se lo ha denominado de acá a una parte, escritor apurimeño-puneño o puneño-apurimeño, pensamos es acertado. Un autor que transita entre dos tradiciones, entre dos mundos que son uno en realidad y todos a la vez, el andino. Un autor, por lo demás, de múltiples búsquedas, en relación simétrica con lo señalado. De reconocido prestigio a nivel regional y nacional, de lo cual son prueba sus cuentos antologados en las ediciones del Copé de 1992 (“Me zurro en la tapa”) y 1996 (“Amarillito, Amarilleando”), así como diversos reconocimientos y premios, su narrativa posee, como acabamos de señalar, diversas aristas cuyas historias y mundos transcurren en los Andes y el Altiplano, con sujetos quechuas y aymaras, además de mestizos y mistis, en procesos de confrontación y/o tenso diálogo entre sociedades tradicionales y modernas, en las que, no obstante, dichas relaciones se entienden dinámicas y complejas, nunca herméticas y ahistóricas; relaciones en las que entran a tallar los fenómenos de migración y los más recientes de posmodernidad, además del tópico del conflicto armado interno. Asimismo, hallamos los relatos que acontecen en la atmósfera universitaria, en el mundillo de la literatura con sus logros y sus miserias; relatos estos que pueden incluirse en la llamada metaficción, específicamente en lo metaliterario; dígase, en relatos que dan cuenta de la misma escritura o de temas asociados al quehacer literario. Padilla, queda señalar, ha tocado también un tema muy trabajado por modernistas y decadentistas: la enfermedad, pero desde una visión fresca del viajero obligado por esta a migrar esporádicamente a espacios que confrontan su forma de vida, pensamos en la ya nombrada Diez cuentos de un verano inolvidable.

Empero, Padilla no solo ha abordado la narrativa, sino que ha indagado el campo del ensayo político, social y pedagógico; indagaciones que ha reunido en un libro que resulta la summa de su reflexión intelectual sobre el Perú, y, especialmente, sobre Puno: Contra encantamientos y malos augurios (2009); además de su reflexión ya en el campo específico de la literatura con Antología comentada de la literatura puneña (2005) o Poesía puneña (2013). Además, ha recorrido la poesía, con un soberbio poemario en quechua: Pakasqa takiyniykuna, Mis cantos ocultos (2009). Lo señalado, valga acotar, es apenas una parte de la ingente cantidad de publicaciones de nuestro autor.

Dicho esto, abordemos esa gran novela que es ¡Aquí están los Montesinos!, arriesguemos algunas ideas en voz alta que permitan seguir pensando la narrativa de Feliciano Padilla.


¡Aquí están los Montesinos! y allá está Urviola


Como toda buena novela, el punto de partida es el lenguaje y el manejo de la técnica. La novela de Feliciano Padilla, acorde con la reflexión que junto a otros escritores e intelectuales del sur peruano emprendieron en la década de los 80 en torno a la narrativa andina, apuesta por una literatura moderna en el plano técnico que, desde esta dimensión estética, aborda, representa la diversidad de los Andes, tradicionales y modernos a la vez, con especial interés, además de los sectores indígenas, en los grupos mestizos andinos.

¡Aquí están los Montesinos! es una novela que desde un registro sobre todo realista se complementa con el realismo mítico, esa realidad en la que los hechos sobrenaturales son propios del desarrollo del mundo representado y no despiertan desconcierto pues son connaturales a él, son parte de su racionalidad andina. A través de sus once capítulos, organizados desde un aquí ahora que, ambientado en Apurímac de la primera mitad del siglo XX –cabe señalar que el Cusco también concentra un importante número de escenas-, desde la focalización, sobre todo, de Alancho Montesinos (Alejandrino) se ampliará a un extenso y diverso racconto en el que relatará los caracteres de los Montesinos, además de Alancho, Aulico (Aurelio) y Chucho (Luis) y su constante confrontación con las autoridades gubernamentales, para hacia el final de la novela retornar al momento de este inicial capítulo y dar cuenta del final del último Montesinos vivo y libre, quien será muerto por su sempiterno perseguidor Guzmán Marquina, quien, no obstante, no habrá de conocer el destino de su némesis. (Aurelio habrá de pasar una temporada larga en prisión y Chucho será muerto por el propio Alancho en un lío de faldas, producto de la deslealtad de aquel). Un final que da cuenta de una historia de valor y que posee rastros míticos: “Y cuarenta años después los grauinos y cotabambinos seguían esperando el retorno de Alancho Montesinos, el hombre aquel que todo lo podía” (203). Padilla nos ofrece una serie de narradores, que se expresan tanto desde el monólogo como desde un narrador omnisciente, los que ordenan un tiempo lejano a la historia principal, apelando a un juego de tiempos e historias que remontan la confrontación señalada, cuando menos, al último tercio del siglo XIX, que involucra a los abuelos y tíos de los entonces jóvenes Montesinos.

En seguida, vamos a detenernos en algunos aspectos de la novela de Padilla que ciertamente no son los únicos y no agotan la lectura. Consideramos, sin embargo, que son el punto de partida para promover la discusión en torno al libro de nuestro autor puneño-apurimeño. Estamos llanos al yerro pero, a su vez, complacidos de poder arriesgar alguna interpretación acaso correcta.

Este juego de tiempos es el medio por el que los lectores asistimos a las acciones. Las que, básicamente, desarrollan, a través de la historia de la familia Montesinos, un conflicto mayor, aludido metonímicamente en el bandolerismo de estos hacendados: la confrontación entre proyectos de reivindicación local con alguna idea acerca de lo nacional y el modelo de nación que promueve el centralismo limeño. Más de una vez se verbaliza esta disputa: “Se discutió sobre los problemas de Apurímac, sobre la lucha contra el centralismo limeño que imponía en nuestra tierra autoridades y congresistas que mejor se acomodaban a sus intereses” (45) o “Llevan los Montesinos quince años de guerra contra el poder del centralismo limeño” (170).  Confrontación esta que, en tanto se disputan las cuotas de poder, resulta un conflicto de corte político, cercano a la rebelión, contra el Estado de carácter centralista. Gran parte de la acción se desarrolla en la zona de Apurímac, en la provincia de Cotabambas, cuyo nombre habrá de cambiar al de Grau (existe aún una provincia que conserva el nombre de Cotabambas, ciertamente), a raíz del asesinato de Rafael Grau, hijo del héroe nacional Miguel Grau Seminario, quien, en una confusa emboscada, habrá de ser ultimado. Diputado por Cotabambas durante cerca de quince años, su desempeño grafica la relación entre Lima y los departamentos bajo su gobierno, pues el mentado representante de la provincia nunca antes había conocido el lugar que representaba. Se transforma, a ojos de la comunidad apurimeña, en símbolo de ese Estado lejano, despreocupado por las agendas locales; símbolo de ese desprecio por aquellos a quienes se supone representa. A su vez, al otorgársele su nombre a la provincia donde fue ultimado, es una de las múltiples muestras sobre cómo se escribe la historia de la “democracia” en nuestro país, sobre “quiénes” son nuestros “héroes”; en el mejor de los casos, una suma de contradicciones, si es que no un añadido de falsedades.

Entonces, el punto de partida es la confrontación de estos hacendados, los Montesinos, y sus proyectos políticos, posiblemente con alguna imagen acerca de lo nacional, o más exactamente de su replanteamiento de los poderes locales en él (puede entenderse como un reclamo de mayor participación y representación de sus agendas locales, incluso una reformulación de lo nacional, pero sin un eje programático claramente distinguible). En vistas a disputar estas cuotas de poder, arman a grupos mestizos e indígenas, a través de un liderazgo carismático, que se soporta en relaciones paternalistas y que trasunta, no obstante, cortes racistas; claramente manifiesto en las palabras de Chucho Montesinos: “En el mundo siempre ha habido ricos y pobres. Y tampoco, creo en las huevadas que hablas tú [le dice a Qello Ñawi, lugarteniente quechua de los hacendados] cuando te refieres al futuro de los indios […] Los indios nunca serán parlamentarios, jueces, militares, de alto rango, ni presidentes de la República” (133). Estas diversas aristas de un bandolerismo con proyecciones políticas, que reclama una redistribución de las cuotas de poder entre los departamentos y el centralismo limeño, expresan las contradicciones de estos proyectos, que son, sobre todo, proyectos de hacendados, de mistis, en sentido extenso, los sectores criollos andinos, en el que el modo de producción que se defiende se soporta, sobre todo, en el sistema agropecuario. Eso sí, los Montesinos, cuyo accionar es posible por las redes de parentesco, representan a un grupo de hacendados que tienen conciencia de identidad, para el caso, apurimeña, frente a otros sectores de la élite –una élite de reciente cuño- que viven alienados en la imagen aspiracional de la lejana Lima y que, en Abancay, incluso bautizan a su barrio como “Lima Chico”.

No obstante, ante esta situación, la novela nos propone otra vía: un proyecto alternativo de nación en diálogo con el socialismo del indigenismo puneño y, sobre todo, la agencia de los sectores indígenas. Este cambio adquiere notoriedad hacia el último tercio de la novela, en cuanto sobresalga la figura del indigenista puneño Ezequiel Urviola –que se convertirá en un indígena más-, quien habrá de aleccionar a algunos de los quechuas que conforman las tropas de los Montesinos, exactamente a Cirilo Lloque; articulando un desplazamiento en torno a las luchas contra el centralismo de la capital; en este caso, desde el discurso socialista, a través de la acción, en principio política de los sectores quechuas y aymaras del sur peruano. Aquí sí encontramos un programa. Es más se menciona la creación de una República Socialista (171). En consecuencia, es difícil evadir la comparación con los Montesinos, quienes, además, son señalados como apristas (170). Estos, los hacendados, son, como mencionamos, una suma de contradicciones, en cuanto defienden proyectos mistis, que, eventualmente, contemplan un espacio, algún tipo de proyección hacia el sujeto andino, pero no en igualdad de condiciones. Urviola es consciente de ello y lo señala a sus seguidores en una reunión llevada a cabo en el Cusco con los representantes de un número considerable de comunidades indígenas, entre quienes se encuentra Lloque: “Hacer una lucha descentralista es una acción buena, es debilitar el poder central del Estado. Cualquier acción orientada a debilitar el poder tiene que ser buena necesariamente […]. Ellos [los Montesinos] creo que sin pensarlo están haciendo una reforma agraria histórica, a su manera. Pero, quiero que recuerden que ellos son hacendados y luchan para agrupar y consolidar el poder feudal provincial contra el gran poder limeño”   (170).

Esta historia Feliciano Padilla habrá de retomarla hace unos años con la publicación de Ezequiel: el profeta que incendió la pradera (2014) y que constituye con ¡Aquí están los Montesinos! (grito de guerra de las tropas de Alancho y compañía) un díptico de necesaria lectura para apreciar el proyecto literario de Padilla Chalco; su escritura que problematiza la relación centro / periferia, mistis / indígenas, tradición / modernidad, entre otros pares.

Deseamos revisar, asimismo, la configuración de los protagonistas. En general, los Montesinos son tipos dados a la acción, y si bien sus caracteres difieren en determinados aspectos, desde un Alancho más centrado, en tanto su vida no solo se articula alrededor de los reclamos políticos sino en el plano privado, con los afectos familiares, pasando por un Aulico dado también al acto arrojado, hasta un Chucho impaciente y de pasiones desatadas e incontrolables, los une la valentía y una cierta ética del guerrero que explica el tono épico que posee esta novela por momentos, lo que explica el que porten valores de aceptación colectiva: valentía, lealtad, familia, religiosidad e, incluso, alguna forma de justicia social.

Pero faltaríamos a la verdad si solo retuviéramos estos aspectos. Padilla trabaja sobre las características mencionadas pero no idealiza a sus personajes, pues estamos ante un mundo de bandoleros y las acciones heroicas no dejan de estar teñidas de violencia. No obstante, también es cierto que dicha violencia, en el saber popular es una forma más de confrontación con el Estado, pues son estos “bandoleros” apurimeños quienes le disputan el poder a las instituciones estatales y a sus fueras represoras: sean wayruros o gendarmes. En esa medida, canalizan un sentir, una disconformidad, pues les arrebatan aquello que se ha dado en llamar el monopolio de la violencia, y desde allí cuestionan no solo la redistribución del poder sino la legitimidad de quienes lo portan. De allí la importancia, más allá de las contradicciones, de la figura del bandolero. Figura que Padilla explota muy bien en su relato.

Cabe señalar un último punto que no queremos dejar en el tintero: la constante remitencia a la cosmovisión andina, tanto de los sectores indígenas como de los sectores mistis, de los Montesinos. Estos elementos en común en estos sectores manifiestan una forma dinámica de sincretismo religioso, que da cuenta de una matriz común, que da cuenta de las diversas formas de la andinidad, de las varias identidades andinas.


Salida


En el contexto señalado al inicio de esta nota, en torno a las novelas que se vinculan con una visión crítica de la historia peruana, aparece la primera edición de ¡Aquí están los Montesinos! (Lima, San Marcos, 2006) y, en el contemporáneo de la discusión del Bicentenario, se reedita esta gran novela de Feliciano Padilla (Lima, Lluvia editores, 2019), en una presentación, hay que señalarlo, más hermosa que la anterior desde el objeto libro, desde la portada de Chillico, así como los interiores; una edición de lujo para un libro que es ya un clásico de nuestra narrativa contemporánea.

Que esta reedición sea, además, una invitación a leerla –y para quienes la hemos leído una oportunidad de volver a visitarla, de volver a fundirse con sus mundos y a seguir pensándola- tanto por su técnica y su prosa, como por el proyecto que la anima.

Que sea una novela que no solo todo apurimeño deba leer, sino que todo buen lector de literatura, que todo lector sensible a nuestra diversidad cultural y literaria, que todo lector con espíritu crítico que sospeche, como siempre debe ser, de las versiones oficiales que la historia ha construido y que la literatura como suele ser común también ha sometido a debate incluso antes de las Ciencias Sociales, lea para el disfrute estético y para estremecimiento de los lugares seguros, de las zonas de confort. Felicidades, apreciado Chano. Tu obra se sigue abriendo camino, como toda buena literatura suele hacerlo. Sigamos en la ruta. 

Lima, 10 de diciembre de 2019. Bajo un cielo color panza de burro, pero que azulea algunas tardes por el kámaq que los hijos y nietos y bisnietos de las otras costas, de los Andes y la Amazonía proyectamos en él, sobre esta ciudad ahora nuestra.


Enlace en Los Andes:
https://www.losandes.com.pe/2020/01/02/aqui-estan-los-montesinos-3/