Estimados
lectores, comparto una nota sobre la reciente reedición de "¡Aquí están los Montesinos", gran novela de Feliciano Padilla Chalco. La nota se publicó el pasado 22 de diciembre en el diario Los Andes, en la sección "Dominical, entre las páginas VIII y X. Como siempre, aprovecho la oportunidad para discutir sobre publicado.
Nota: Adjunto enlaces de la edición virtual del diario y, enseguida, el texto completo, pues en la versión electrónica se han omitido los párrafos iniciales.
¡Aquí están los Montesinos!
La narrativa de Feliciano Padilla ante la historia y el Bicentenario
Universidad
Nacional Mayor de San Marcos
(foto tomada de la web de Los Andes)
Hace
unas semanas se ha anunciado, en el sello Lluvia Editores, una nueva edición de
¡Aquí están los Montesinos! (la
primera es de 2006), novela de Feliciano Padilla Chalco, escritor peruano de
origen puneño-apurimeño. Novela que es, desde nuestra opinión, el epítome de la
narrativa larga de nuestro apreciado autor. Y
que se reedita en un momento clave de un proceso narrativo que, cuando menos, a
partir de comienzos de este siglo viene consolidándose en nuestra literatura,
en el marco de la problematización de nuestra historia.
En otro decir, estamos ante una novela
que hay que ponderar al interior de las narrativas que han ficcionalizado el
discurso histórico, a las que podemos considerar, en principio, como novelas
históricas; que, más exactamente, han focalizado sus tramas desde perspectivas
que representan la voz de aquellos que
no han accedido a la palabra; desde la voz de aquellos que han sido obviados en
las versiones oficiales acerca de los diversos desencuentros en nuestra sociedad.
Es cierto que la literatura no reemplaza a la variable histórica, pero, desde
la ficción, permite reparar, en tanto parte del trabajo con el lenguaje, en el
carácter simbólico de las “verdades”, y en tanto mundos que representan las
contradicciones de aquello que se ha dado en llamar la escritura de la
historia, la historiografía, han evidenciado que en nuestro país esta resulta
la versión de los vencedores, y los vencedores, más allá de sus proyectos
solidarios, han sostenido casi siempre –con alguna inusitada excepción-
imágenes de una nación excluyente.
Son estas versiones de nuestra acontecer
las que, en nuestra narrativa, han sido visitadas, desde la ficción y con una
fuerte voluntad crítica, con otras armas narrativas y otros alcances éticos, por
buena parte de nuestros autores desde finales del siglo pasado y en lo que va
del presente siglo y que, no azarosamente, coinciden con el próximo
Bicentenario, que es una versión también de una “independencia” contradictoria
y excluyente. La narrativa histórica reciente se entiende, en esa medida,
además de discutir los movimientos independistas criollos y su posterior proceso
de consolidación y legitimación –igualmente, siempre inconcluso, con el síntoma
emergiendo a cada instante- durante la República, a partir, también, de la otra
línea, la de los movimientos indígenas –quechuas y aimaras, además de los
amazónicos-, surgida al calor de las agendas reivindicativas de las élites
indígenas del siglo XVIII y los posteriores proyectos alternativos sostenidos y
defendidos a lo largo de la República por los herederos de aquellos; desde
versiones que, desde la literatura, en su mayoría, han resaltado la capacidad
agencial de dichos sectores y la racionalidad andina –dialógica y dinámica-, en
confrontación y/o negocación con la occidental.
Pensamos, verbigracia, en buena parte de
la narrativa de José Luis Ayala, de su ciclo en torno a las rebeliones aymaras
de comienzos del siglo pasado, cuya novela –cronivela la denomina el propio
autor- Wancho Lima (1989) es ya un
clásico de la narración en el Perú. También, el
que es quizá el libro más ambicioso y orgánico de la década de los noventa: Señores destos reynos (1994) de Luis
Nieto Degregori, aunque desde una propuesta que excede el lapso señalado y se
proyecta desde los inicios del desencuentro entre Occidente y los Andes hasta
las contradicciones de los frustrados proyectos de nación desde las élites
andinas ya sean criollas, indigenistas o socialistas a lo largo de la Republica. Consideramos también
novelas como Crónicas del silencio
(2005) de Nilo Tomaylla, al igual que El
tiempo que muere en nuestros brazos (Cartas a Silvia) (2004) de Mario Suárez Símich. Así como el
ciclo narrativo en torno a la rebelión de Túpac Amaru, iniciada en el Perú en el
2006 con Túpaq Amaru: Los días del tiempo
profético (2006) de Ángel Avendaño y cuyo más reciente texto es la
monumental Los
Túpac
Amaru: 1572- 1827 (2018) de Omar Aramayo. Además, claro
está de otro conjunto de textos.
Al interior de esta narrativa, como
hemos señalado, podemos examinar ¡Aquí
están los Montesinos! (2006) de Feliciano Padilla. Antes de entrar en
detalle, valgan algunas palabras en torno a las múltiples búsquedas literarias
de nuestro escritor.
Dos mundos que son uno y todos a la
vez
Feliciano Padilla ha señalado, más de
una vez, que nació accidentalmente en Lima, vivió su infancia, sus primeros
años en Apurímac, y que su corazón le pertenece a Puno, a donde llegó con algo
más de 24 años a cuestas tras haber estudiado Educación en Lengua y Literatura
en la UNSAAC.
Para quienes se precian de conocer los
derroteros y avatares de nuestra literatura peruana, repararán en que la
mayoría de relatos de Padilla transcurren en Puno (La estepa calcinada [1984], Pescador
de Luceros [2003], La bahía
[2010], Ezequiel: el profeta que incendió
la pradera [2014], entre otros), con algunas excepciones como Calicanto (1999) y ¡Aquí están los Montesinos! (2006) que transcurren en Apurímac, y
esa joyita literaria que constituye Diez
cuentos de un verano inolvidable (2013) en Lima. Y, por supuesto, Cuentos de otoño (2018) que es un poco
la sumatoria de estos devenires. ¿Por qué? Consideramos que Padilla Chalco es
un autor que posee una narrativa que, en unas de sus líneas, problematiza, en general, las identidades del
sur andino y los proyectos de nación formulados desde dicho espacios a partir
de sus diversos actores socio-culturales. De allí que podamos considerarla
al interior de la mejor literatura puneña y apurimeña, y, claro está, de la
literatura nacional –leerlo en función a las literaturas regionales y/o de la
literatura andina no es impedimento para examinarlo al interior de la variable
nación, pues ambos campos son más bien complementarios y no se descartan-. De
esta manera, llamarlo, como se lo ha denominado de acá a una parte, escritor
apurimeño-puneño o puneño-apurimeño, pensamos es acertado. Un autor que transita
entre dos tradiciones, entre dos mundos que son uno en realidad y todos a la
vez, el andino. Un autor, por lo demás, de múltiples búsquedas, en relación
simétrica con lo señalado. De reconocido prestigio a nivel regional y nacional,
de lo cual son prueba sus cuentos antologados en las ediciones del Copé de 1992
(“Me
zurro en la tapa”) y 1996 (“Amarillito, Amarilleando”), así como diversos reconocimientos y premios, su
narrativa posee, como acabamos de señalar, diversas aristas cuyas historias y
mundos transcurren en los Andes y el Altiplano, con sujetos quechuas y aymaras,
además de mestizos y mistis, en
procesos de confrontación y/o tenso diálogo entre sociedades tradicionales y
modernas, en las que, no obstante, dichas relaciones se entienden dinámicas y
complejas, nunca herméticas y ahistóricas; relaciones en las que entran a
tallar los fenómenos de migración y los más recientes de posmodernidad, además
del tópico del conflicto armado interno. Asimismo, hallamos los relatos que
acontecen en la atmósfera universitaria, en el mundillo de la literatura con
sus logros y sus miserias; relatos estos que pueden incluirse en la llamada
metaficción, específicamente en lo metaliterario; dígase, en relatos que dan
cuenta de la misma escritura o de temas asociados al quehacer literario.
Padilla, queda señalar, ha tocado también un tema muy trabajado por modernistas
y decadentistas: la enfermedad, pero desde una visión fresca del viajero
obligado por esta a migrar esporádicamente a espacios que confrontan su forma
de vida, pensamos en la ya nombrada Diez
cuentos de un verano inolvidable.
Empero, Padilla no solo ha abordado la
narrativa, sino que ha indagado el campo del ensayo político, social y
pedagógico; indagaciones que ha reunido en un libro que resulta la summa de su reflexión intelectual sobre
el Perú, y, especialmente, sobre Puno: Contra
encantamientos y malos augurios (2009); además de su reflexión ya en el campo específico de la
literatura con Antología comentada
de la literatura puneña (2005) o Poesía
puneña (2013). Además, ha recorrido la poesía,
con un soberbio poemario en quechua: Pakasqa
takiyniykuna, Mis cantos ocultos (2009). Lo señalado, valga acotar, es
apenas una parte de la ingente cantidad de publicaciones de nuestro autor.
Dicho esto, abordemos esa gran novela
que es ¡Aquí están los Montesinos!,
arriesguemos algunas ideas en voz alta que permitan seguir pensando la
narrativa de Feliciano Padilla.
¡Aquí están los
Montesinos!
y allá está Urviola
Como
toda buena novela, el punto de partida es el lenguaje y el manejo de la
técnica. La novela de Feliciano Padilla, acorde con la reflexión que junto a
otros escritores e intelectuales del sur peruano emprendieron en la década de
los 80 en torno a la narrativa andina, apuesta por una literatura moderna en el
plano técnico que, desde esta dimensión estética, aborda, representa la diversidad
de los Andes, tradicionales y modernos a la vez, con especial interés, además
de los sectores indígenas, en los grupos mestizos andinos.
¡Aquí
están los Montesinos!
es una novela que desde un registro sobre todo realista se complementa con el realismo
mítico, esa realidad en la que los hechos sobrenaturales son propios del
desarrollo del mundo representado y no despiertan desconcierto pues son
connaturales a él, son parte de su racionalidad andina. A través de sus once
capítulos, organizados desde un aquí ahora que, ambientado en Apurímac de la
primera mitad del siglo XX –cabe señalar que el Cusco también concentra un
importante número de escenas-, desde la focalización, sobre todo, de Alancho
Montesinos (Alejandrino) se ampliará a un extenso y diverso racconto en el que relatará los
caracteres de los Montesinos, además de Alancho, Aulico (Aurelio) y Chucho (Luis)
y su constante confrontación con las autoridades gubernamentales, para hacia el
final de la novela retornar al momento de este inicial capítulo y dar cuenta del
final del último Montesinos vivo y libre, quien será muerto por su sempiterno
perseguidor Guzmán Marquina, quien, no obstante, no habrá de conocer el destino
de su némesis. (Aurelio habrá de pasar una temporada larga en prisión y Chucho
será muerto por el propio Alancho en un lío de faldas, producto de la
deslealtad de aquel). Un final que da cuenta de una historia de valor y que posee
rastros míticos: “Y cuarenta años después los grauinos y cotabambinos seguían
esperando el retorno de Alancho Montesinos, el hombre aquel que todo lo podía” (203).
Padilla nos ofrece una serie de narradores, que se expresan tanto desde el
monólogo como desde un narrador omnisciente, los que ordenan un tiempo lejano a
la historia principal, apelando a un juego de tiempos e historias que remontan
la confrontación señalada, cuando menos, al último tercio del siglo XIX, que
involucra a los abuelos y tíos de los entonces jóvenes Montesinos.
En seguida, vamos a detenernos en
algunos aspectos de la novela de Padilla que ciertamente no son los únicos y no
agotan la lectura. Consideramos, sin embargo, que son el punto de partida para
promover la discusión en torno al libro de nuestro autor puneño-apurimeño.
Estamos llanos al yerro pero, a su vez, complacidos de poder arriesgar alguna
interpretación acaso correcta.
Este juego de tiempos es el medio por el
que los lectores asistimos a las acciones. Las que, básicamente, desarrollan, a
través de la historia de la familia Montesinos, un conflicto mayor, aludido metonímicamente
en el bandolerismo de estos hacendados: la
confrontación entre proyectos de reivindicación local con alguna idea acerca de
lo nacional y el modelo de nación que promueve el centralismo limeño. Más de una vez se verbaliza esta disputa:
“Se discutió sobre los problemas de
Apurímac, sobre la lucha contra el centralismo limeño que imponía en nuestra
tierra autoridades y congresistas que mejor se acomodaban a sus intereses” (45) o
“Llevan los Montesinos quince años de guerra contra el poder del centralismo
limeño” (170). Confrontación esta que, en tanto se disputan las cuotas
de poder, resulta un conflicto de corte político, cercano a la rebelión, contra
el Estado de carácter centralista. Gran parte de la acción se desarrolla en la
zona de Apurímac, en la provincia de Cotabambas, cuyo nombre habrá de cambiar
al de Grau (existe aún una provincia que conserva el nombre de Cotabambas,
ciertamente), a raíz del asesinato de Rafael Grau, hijo del héroe nacional
Miguel Grau Seminario, quien, en una confusa emboscada, habrá de ser ultimado.
Diputado por Cotabambas durante cerca de quince años, su desempeño grafica la
relación entre Lima y los departamentos bajo su gobierno, pues el mentado
representante de la provincia nunca antes había conocido el lugar que
representaba. Se transforma, a ojos de la comunidad apurimeña, en símbolo de
ese Estado lejano, despreocupado por las agendas locales; símbolo de ese desprecio
por aquellos a quienes se supone representa. A su vez, al otorgársele su nombre
a la provincia donde fue ultimado, es una de las múltiples muestras sobre cómo
se escribe la historia de la “democracia” en nuestro país, sobre “quiénes” son
nuestros “héroes”; en el mejor de los casos, una suma de contradicciones, si es
que no un añadido de falsedades.
Entonces, el punto de partida es la
confrontación de estos hacendados, los Montesinos, y sus proyectos políticos,
posiblemente con alguna imagen acerca de lo nacional, o más exactamente de su
replanteamiento de los poderes locales en él (puede entenderse como un reclamo
de mayor participación y representación de sus agendas locales, incluso una
reformulación de lo nacional, pero sin un eje programático claramente
distinguible). En vistas a disputar estas cuotas de poder, arman a grupos
mestizos e indígenas, a través de un liderazgo carismático, que se soporta en
relaciones paternalistas y que trasunta, no obstante, cortes racistas;
claramente manifiesto en las palabras de Chucho Montesinos: “En el mundo
siempre ha habido ricos y pobres. Y tampoco, creo en las huevadas que hablas tú
[le dice a Qello Ñawi, lugarteniente quechua de los hacendados] cuando te
refieres al futuro de los indios […] Los indios nunca serán parlamentarios,
jueces, militares, de alto rango, ni presidentes de la República” (133). Estas
diversas aristas de un bandolerismo con proyecciones políticas, que reclama una
redistribución de las cuotas de poder entre los departamentos y el centralismo
limeño, expresan las contradicciones de estos proyectos, que son, sobre todo,
proyectos de hacendados, de mistis,
en sentido extenso, los sectores criollos andinos, en el que el modo de
producción que se defiende se soporta, sobre todo, en el sistema agropecuario.
Eso sí, los Montesinos, cuyo accionar es posible por las redes de parentesco, representan
a un grupo de hacendados que tienen conciencia de identidad, para el caso,
apurimeña, frente a otros sectores de la élite –una élite de reciente cuño- que
viven alienados en la imagen aspiracional de la lejana Lima y que, en Abancay,
incluso bautizan a su barrio como “Lima Chico”.
No
obstante, ante esta situación, la novela nos propone otra vía: un proyecto alternativo de nación en
diálogo con el socialismo del indigenismo puneño y, sobre todo, la agencia de
los sectores indígenas. Este cambio adquiere
notoriedad hacia el último tercio de la novela, en cuanto sobresalga la figura
del indigenista puneño Ezequiel Urviola –que se convertirá en un indígena más-,
quien habrá de aleccionar a algunos de los quechuas que conforman las tropas de
los Montesinos, exactamente a Cirilo Lloque; articulando un desplazamiento en
torno a las luchas contra el centralismo de la capital; en este caso, desde el
discurso socialista, a través de la acción, en principio política de los
sectores quechuas y aymaras del sur peruano. Aquí sí encontramos un programa.
Es más se menciona la creación de una República Socialista (171). En
consecuencia, es difícil evadir la comparación con los Montesinos, quienes,
además, son señalados como apristas (170). Estos,
los hacendados, son, como mencionamos, una suma de contradicciones, en cuanto
defienden proyectos mistis, que,
eventualmente, contemplan un espacio, algún tipo de proyección hacia el sujeto
andino, pero no en igualdad de condiciones. Urviola es consciente de ello y lo
señala a sus seguidores en una reunión llevada a cabo en el Cusco con los
representantes de un número considerable de comunidades indígenas, entre
quienes se encuentra Lloque: “Hacer una lucha descentralista es una acción
buena, es debilitar el poder central del Estado. Cualquier acción orientada a
debilitar el poder tiene que ser buena necesariamente […]. Ellos [los
Montesinos] creo que sin pensarlo están haciendo una reforma agraria histórica,
a su manera. Pero, quiero que recuerden que ellos son hacendados y luchan para
agrupar y consolidar el poder feudal provincial contra el gran poder limeño” (170).
Esta historia Feliciano Padilla habrá de
retomarla hace unos años con la publicación de Ezequiel: el profeta que incendió la pradera (2014) y que constituye
con ¡Aquí están los Montesinos!
(grito de guerra de las tropas de Alancho y compañía) un díptico de necesaria
lectura para apreciar el proyecto literario de Padilla Chalco; su escritura que
problematiza la relación centro / periferia, mistis / indígenas, tradición /
modernidad, entre otros pares.
Deseamos revisar, asimismo, la configuración de los protagonistas. En
general, los Montesinos son tipos dados a la acción, y si bien sus caracteres
difieren en determinados aspectos, desde un Alancho más centrado, en tanto su
vida no solo se articula alrededor de los reclamos políticos sino en el plano
privado, con los afectos familiares, pasando por un Aulico dado también al acto
arrojado, hasta un Chucho impaciente y de pasiones desatadas e incontrolables,
los une la valentía y una cierta ética del guerrero que explica el tono épico
que posee esta novela por momentos, lo que explica el que porten valores de
aceptación colectiva: valentía, lealtad, familia, religiosidad e, incluso,
alguna forma de justicia social.
Pero faltaríamos a la verdad si solo
retuviéramos estos aspectos. Padilla trabaja sobre las características
mencionadas pero no idealiza a sus personajes, pues estamos ante un mundo de
bandoleros y las acciones heroicas no dejan de estar teñidas de violencia. No
obstante, también es cierto que dicha violencia, en el saber popular es una
forma más de confrontación con el Estado, pues son estos “bandoleros”
apurimeños quienes le disputan el poder a las instituciones estatales y a sus
fueras represoras: sean wayruros o gendarmes. En esa medida, canalizan un sentir,
una disconformidad, pues les arrebatan aquello que se ha dado en llamar el
monopolio de la violencia, y desde allí cuestionan no solo la redistribución
del poder sino la legitimidad de quienes lo portan. De allí la importancia, más
allá de las contradicciones, de la figura del bandolero. Figura que Padilla
explota muy bien en su relato.
Cabe
señalar un último punto que no queremos dejar en el tintero: la constante
remitencia a la cosmovisión andina,
tanto de los sectores indígenas como de los sectores mistis, de los Montesinos. Estos elementos en común en estos
sectores manifiestan una forma dinámica de sincretismo religioso, que da cuenta
de una matriz común, que da cuenta de las diversas formas de la andinidad, de
las varias identidades andinas.
Salida
En el contexto señalado
al inicio de esta nota, en torno a las novelas que se vinculan con una visión
crítica de la historia peruana, aparece la primera edición de ¡Aquí están los Montesinos! (Lima, San
Marcos, 2006) y, en el contemporáneo de la discusión del Bicentenario, se
reedita esta gran novela de Feliciano Padilla (Lima, Lluvia editores, 2019), en
una presentación, hay que señalarlo, más hermosa que la anterior desde el
objeto libro, desde la portada de Chillico, así como los interiores; una
edición de lujo para un libro que es ya un clásico de nuestra narrativa
contemporánea.
Que
esta reedición sea, además, una invitación a leerla –y para quienes la hemos leído una oportunidad de volver
a visitarla, de volver a fundirse con sus mundos y a seguir pensándola- tanto
por su técnica y su prosa, como por el proyecto que la anima.
Que sea una novela que no solo todo
apurimeño deba leer, sino que todo buen lector de literatura, que todo lector
sensible a nuestra diversidad cultural y literaria, que todo lector con espíritu
crítico que sospeche, como siempre debe ser, de las versiones oficiales que la
historia ha construido y que la literatura como suele ser común también ha
sometido a debate incluso antes de las Ciencias Sociales, lea para el disfrute
estético y para estremecimiento de los lugares seguros, de las zonas de confort.
Felicidades, apreciado Chano. Tu obra se sigue abriendo camino, como toda buena
literatura suele hacerlo. Sigamos en la ruta.
Lima, 10 de diciembre
de 2019. Bajo un cielo color panza de burro, pero que azulea algunas tardes por
el kámaq que los hijos y nietos y bisnietos de las
otras costas, de los Andes y la Amazonía proyectamos en él, sobre esta ciudad
ahora nuestra.
Enlace en Los Andes:
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